viernes, 5 de junio de 2015

PRÓLOGO A "Y TE LLAMÉ PIEDRA CÚBICA"






PRÓLOGO


Juan-Manuel García Ramos
Catedrático de Filología Española
Universidad de La Laguna

El «método masónico» y lo que justifica que una persona decida formar parte de esta organización, consiste en un aprendizaje a través de «signos y no palabras, porque estas limitan», según afirman los iniciados de esta Obediencia universal. 
Pero el costarricense Manuel Marín Oconitrillo, dedicado desde hace años al cultivo de la canción culta (lied) y de la literatura en casi todos sus géneros, y radicado en Colonia, Alemania, desde el año 2000, ha debido pensar todo lo contrario al disponerse a verbalizar con esfuerzo y buen gusto los símbolos más reconocibles de esa institución filantrópica de carácter iniciático, todavía rodeada de un halo de misterio del que no ha podido despojarse a pesar de sus esfuerzos recientes por divulgar sus creencias y sus prácticas.
No sé si Manuel Marín Oconitrillo ensaya el desciframiento de esos símbolos desde la militancia de tal causa, pero nosotros hemos querido leer las páginas de  su poemario Y te llamé piedra cúbica. Versos masónicos, sin entrar ni salir en su condición de masón o de persona ajena a ese rito, pues los emblemas masónicos revisitados por el lenguaje de Marín Oconitrillo cobran nuevas significaciones y se abren a una lectura pública, más allá de cualquier vinculación con la Sociedad secreta en la que han nacido.

Dijo el escritor, profesor y crítico angloestadounidense W. H. Auden que el impulso que lleva  al poeta a escribir un poema brota de los encuentros de su imaginación con lo sagrado. Gracias al lenguaje –continúa Auden–, no necesita nombrar ese hallazgo de manera directa, a menos de que así lo desee: puede describir un objeto en función de otro y traducir aquellos que son estrictamente privados, irracionales o socialmente inaceptables en otros que resulten aceptables para la razón y la sociedad.
¿Ha hecho tal esfuerzo Marín Oconitrillo al enfrentarse a los símbolos de la masonería, apropiárselos y facilitarnos, a través del recorrido por ellos efectuado, una nueva interpretación de la existencia humana?

Y te llamé piedra cúbica. Versos masónicos es el camino de un aprendizaje, una pedagogía de la vida donde prevalecen los grandes valores respetados por generaciones y generaciones de seres humanos. Una poesía panteísta, donde todo parece ordenado desde el principio al fin de los tiempos por el Gran Arquitecto tantas veces convocado por Marín Oconitrillo en sus cuidados versos. 

La luz que ansía la verdad y repugna lo falso; la calavera que nos da pistas sobre lo efímero y lo ilusorio de nuestro mundo; el equívoco tiempo medido por el reloj de arena; el compás que traza nuestro camino de hermandad: la igualdad entre los hombres; el martillo, como el mazo o el cincel, que desbastan la piedra bruta y esculpen la ruta de la perfección; el collar de la necesaria recíproca protección; los guantes que nos preservan de las impurezas; el mandil que protege al aprendiz en su jornada iniciática; la cadena que denuncia la esclavitud como oscuridad del mundo; las gradas que incitan al poeta a regresar al país natal donde el gallo canta en la lejanía y la memoria nos fortalece; la escuadra y el nivel que vigilan que la igualdad impere entre los hombres y que la sabiduría no se corrompa; la luna que nos enseña su modestia frente al imperio del sol, las estrellas que contienen nuestro destino; la logia como la casa del mundo donde la tolerancia reina; la palanca como la fuerza del raciocinio y de la lógica que aparta la mezquindad; la identificación del poeta con la piedra cúbica que ha de ser pulida sin descanso hasta desembocar en la verdad anhelada…

Marín Oconitrillo ha ido de frente con los materiales poéticos puestos en su fragua y los ha moldeado a su antojo, casi descubriéndolos por primera vez en la aventura verbal que se ha impuesto. No se ha preguntado si existe o no existe una literatura masónica, como la crítica se empeña en desentrañar sin descanso, ha arriesgado un subtítulo algo provocador, por la declaración de principios que contiene: Versos masónicos. Y a partir de ahí nos ha dado su diccionario particular de esos símbolos compartidos por tantos millones de seres en el mundo. Las acepciones que Marín Oconitrillo les adjudica a esos conceptos nos obligan a mirarlos bajo una luz distinta, la del poeta que reconstruye «las palabras de la tribu» y les da nuevos significados, la del poeta que nos obliga a leer el mundo desde su particular punto de vista. En ese sentido, Y te llamé piedra cúbica. Versos masónicos, guarda una exquisita unidad, una armonía interna que nunca abandona el tono casi sagrado asumido desde el principio. 

Toda poesía trascendente tangentea la religiosidad, el eco solemne de las catedrales góticas, los repertorios renacentistas de la música culta, tan frecuentados por Marín Oconitrillo en sus andanzas profesionales paralelas. 

Y te llamé piedra cúbica. Versos masónicos parece ansiar esa filiación de «sagrada escritura» facturada desde lo personal e intransferible: la personalidad de Manuel Marín Oconitrillo dispuesta a revisar los viejos sentidos de las palabras respetadas y a darnos su versión desnuda del nuevo descubrimiento semántico, contaminado de tanta pasión como de afán de esclarecimiento urgido desde no sabemos qué instancias. 

No sé si existe una literatura masónica, aunque sí sé de tantos escritores que estuvieron bajo esa doctrina y nos legaron obras hoy indispensables para entender el devenir de la imaginación y la inteligencia humanas. 
Quizá no sea necesario hacernos esa pregunta. Pero lo que sí nos demuestra Marín Oconitrillo en su Y te llamé piedra cúbica. Versos masónicos es que los grandes valores defendidos por la orden masónica forman parte de lo que constituiría un catálogo básico de lecciones para alcanzar la perfección humana en un mundo al que llegamos y del que nos vamos sin entender el sentido último de nuestra presencia. 
A pesar de esa parte del enigma que nunca será despejada, los seres humanos, terrenales y celestiales por regla general, afilan las armas de su conocimiento y de su sensibilidad para pasar por su aventura existencial con la nobleza, el respeto a los demás, y el afán de hacer el bien y apartarse del mal; con toda la grandeza que han sido capaces de arbitrar desde el grado de civilización que les fue concedido. 

Esas preocupaciones se las reparten los miembros de la Masonería y los versos de Marín Oconitrillo, que, como dijimos por medio de Auden, han echado mano del lenguaje para facilitarnos una versión original y valiente de las viejas y solemnes verdades.





  

lunes, 2 de marzo de 2015

LA PUERTA DE ARAVÁ. CAPÍTULO I.





La puerta de Aravá


I
El ángel de la muerte

 


La noche anterior al viaje, atribulado por un mes de contrariedades, como si todos los obstáculos en mi trabajo se hubieran puesto de acuerdo para mortificarme, había decidido salir de paseo por el muelle del río a ver si conseguía sosegar mi ansiedad. Estando allí, en una noche de hermosa luna, al ver los reflejos sobre el agua, como miles de peces de luz que nadaban contra corriente, me dije: ¿qué pasaría si de pronto me lanzo al río? No había mucha gente en los alrededores, e incluso el único barco atracado en el muelle daba la impresión de estar sin tripulación, así que es posible que me hubiese ahogado, y que incluso mis gritos de auxilio no hubieran llamado la atención de nadie. Volví a otear los alrededores y comprobé que muy poca gente había salido a caminar aquella noche. Estarían en sus casas o en los bares y clubes nocturnos de la ciudad. Sobre el puente de la catedral no había nadie contemplando el río como yo lo hacía. Era casi como si estuviera solo y que los escasos transeúntes fueran como sombras. ¿Quién se lanzaría al río para salvarme? Luego me reí al ver qué fácil era creerse el centro del universo, y pensé: ¿y si es otro el que de repente se lanza al río, en este justo momento, qué haría yo? Así, al mirar de nuevo hacia las aguas, tuve la sensación (no soy un gran nadador) de que si yo me lanzara para salvar al suicida, muy probablemente nos ahogaríamos los dos.  Esto me lo decía la razón, no aquella fuerza de mis deseos que muchas veces me había guiado por encima de la razón, como si nuestros límites, si los hay, estuvieran mucho más allá del entendimiento. Luego regresé a mis pensamientos iniciales: si yo me ahogo, ¿cuánto tiempo transcurriría hasta que alguien dé con mi cadáver? ¿Qué tan lejos llegaría arrastrado por la corriente del río? Me alejé por un momento de la baranda del muelle para recordar cuán imaginada era aquella agua, cuán ilusorio el paisaje, y que los peces de luz nadando contra corriente nunca habían salido de mi cabeza.
Permanecí un rato más observando el río, como si fuera la primera vez, como si acabara de llegar a aquella ciudad a la que no terminaba de entender, y tanto el río como la ciudad misma fueran cosas abstractas. Pero de repente  regresé a la realidad de que aquella ciudad era Colonia, en Alemania, y aquel río el Rin. Qué diferente era el río de mi niñez, que miraba por horas junto a mis  amigos de juegos, especialmente con Oscar. Nos sentábamos en alguna roca en la vereda o sobre la hierba a ver el río y a lanzarle piedras, toda la tarde hasta que, cansados, regresábamos a nuestras casas. Era un río pequeño, en comparación. Los domingos en especial solíamos buscar piedras de colores o insectos para nuestras colecciones. Y allí, al mirar nuestro botín sobre la hierba simulando pequeños mundos, nos hacíamos preguntas: ¿cómo miran un árbol y un escarabajo el mundo?  Y si los árboles o los escarabajos nos perciben, ¿de qué forma lo hacen? Nunca teníamos respuestas a dichas preguntas. Pero teníamos claro que un árbol percibía el mundo de una forma distinta a un escarabajo, así pues, surgía  otra pregunta más inquietante: ¿y si el mundo no es como lo vemos? 
Oscar era el único que me acompañaba a hojear los tomos de la Enciclopedia Británica que había en casa. La mayoría de las fotos eran en blanco y negro, pero nos hacían pensar en todo lo que no habíamos visto, dándonos poco a poco, de una inexplicable manera, la sensación de que la apariencia de las cosas era apenas una sombra de su esencia, de lo que realmente eran. Muchas veces nos habíamos llevado la sorpresa de que una casa con pintura nueva albergaba a veces solo ruinas, y otras, con grandes tesoros, no tenían bellos exteriores. El padre de Oscar, que tenía un tramo de frutas y verduras en el mercado, nos decía: la cáscara de una fruta no dice nada de su dulzura. Y cuando la niñez fue quedando atrás, el saco de preguntas se desbordaba. No sentí venir la muerte cuando fui hospitalizado de emergencia por una peritonitis, pero con la muerte de Oscar, sentí que una parte de mí se había ido para siempre. ¿Para qué vivimos?, ¿qué propósito tiene la vida?, me preguntaba por entonces. Y cada vez al dormir, tenía la sensación de que moría, de que mi vida no era mía, y la idea de que mis días estaban contados desde el principio, me daba también la sensación de que todo era un juego, como un sueño dentro de un sueño.
  Esta mañana, justo al despertar, tuve la sensación de que miles de ojos me observaban, invisibles, pero de alguna manera perceptibles y penetrantes. No era la primera vez, pues ya desde muchos años atrás, quizá desde antes de mi adolescencia, había tenido esa sensación de ser observado. Pero esta mañana, la sensación de estar siendo observado por miles de ojos daba la impresión de haberse desprendido del último sueño que recordaba, en el que viéndome de niño, viajaba en una embarcación acompañado por mi hermana y mi madre por un río muy caudaloso y enorme, que fácilmente podría ser el Amazonas, aunque no puedo confirmar que así sea. Lo cierto es que en algún momentos desembarcamos en un puerto y nos dirigimos hacia la entrada de una caverna,  una especie de atracción turística del lugar. Al ingresar supimos que se trataba de una especie de mina que había sido acondicionada como museo. Poseía diversas cámaras en donde se exhibían herramientas de minería y minerales, bien en estado natural o ya trabajados. La guía nos llevó hasta una de las cámaras más pequeñas, en donde exhibían esmeraldas de muchos tamaños, formas y grados de pureza, desde las más lechosas hasta algunas de una transparencia maravillosa. Pero lo que me llamó la atención fue una enorme esmeralda, acaso del tamaño de una sandía, situada en una especie de repisa central. La luz de la habitación se multiplicaba reflejándose en ella y produciendo espectros verdes en las paredes, como si fueran los vigilantes de la joya. Al despertar fui perdiendo detalles del sueño, salvo la intensidad de los reflejos de la esmeralda, de cuyo interior parecía proceder la luz. Luego, me percaté de que en realidad si era un niño, pero más adulto de lo que recordaba en el sueño de la esmeralda. De pronto recordé que ese mediodía había quedado de verme con Oscar para ir a visitar la “Pedrería del Egipcio”, cuyo dueño, excepcionalmente, iba a estar atendiendo al público. 
El susodicho negocio no era una joyería ni nada por el estilo, sino una bodega de minerales y fósiles para la venta, aunque esto era asimismo tan misterioso y extraño como su dueño, pues casi siempre estaba cerrada y abría de modo absolutamente caprichoso, como quien dice, cuando al dueño le venía en gana. Aquel día la tienda no solo iba a estar abierta sino que el egipcio estaría atendiendo al público. Esto lo sabía porque el día anterior había acompañado a mi madre, que quería comprarse un pisapapeles de granito pulido que había visto en la vitrina del local. Pero una vez allí, ambos nos maravillamos por la innumerable cantidad de cosas que había, al punto que el viejo egipcio, cuyo nombre nunca llegué a saber, salió de su pequeña oficina y fue a atendernos en persona. Al inicio nos habló con marcado acento, que una vez entrado en calor, desapareció. A cada pregunta que le hacíamos mandaba a su ayudante a traer lo solicitado o iba él mismo, abría alguna gaveta llena de viejos folios y extraía lo que deseábamos. Así, cuando me saludó al verme llegar, tuve la impresión de que me esperaba. Como el día anterior, se esmeró en complacer cada una de mis preguntas, y con ello fue mayor la sensación de que no era posible que aquellas dos pequeñas recámaras del negocio pudieran contener todo lo que poseía. Por eso en algún momento de la conversación le dije: ¿y las momias, dónde guarda las momias? ¡Ah, las momias!, me replicó, con una sonrisa socarrona. Una mujer había llegado al negocio y parecía interesada en algún objeto a mis espaldas, por eso noté que mientras me había hablado su mirada parecía perforarme en dirección a la mujer a mis espaldas. Luego le hizo una sutil señal a su ayudante y este fue de inmediato a atender la clientela mientras él me indicaba que lo siguiera por un estrecho y largo pasadizo hasta unas gradas que nos condujeron a una especie de sótano. Mientras caminábamos vi que a sendos lados habían puertas cerradas y más escalones. Llegamos a una pequeña habitación llena de cajas. 
—Mire aquí todo lo que quiera, mencionó, estos de aquí son originales y los de aquella esquina copias. Bien, lo dejo solo un rato, debo ir a ver el negocio.
Y bien, no es que el lugar estuviera lleno de tesoros, pero que había, seguro que había, aunque yo fuera incapaz de estimarlos, salvo una pila de enormes lingotes de plata, que ni siquiera logré mover un milímetro. Sí, con seguridad alguna que otra momia debe tener, pensé, aunque ante la vista de los nuevos objetos me habían dejado de interesar. Con estos pensamientos en mente, regresé por el laberinto de escaleras y pasillos de piedra hasta el negocio que daba a la calle. Al verme, seguro de mi maravilla, el viejo egipcio se acercó luciendo su sonrisa socarrona y me dijo que regresara en la noche, cerca de las ocho.
Desistí de volver a invitar a Oscar, que ni siquiera había tenido la cortesía de darme explicaciones. No le dije nada a mi madre. Salí furtivamente por la ventana de mi habitación que da al patio y de ahí me escabullí por uno de las hendijas de la valla que divide nuestro solar de un lote baldío que da a la calle trasera a la nuestra. Encontré el negocio cerrado, como esperaba, pero la puerta que daba directamente a las escaleras del sótano estaba abierta. Una vez traspasado el umbral era posible ver una claridad titilante que parecía venir del sótano, así que me acerqué y vi que las escaleras estaban decoradas a sendos lados con velas, iluminando la senda. Las otras puertas estaban cerradas, como al mediodía, pero al llegar hasta la pequeña recámara de los lingotes de plata, cuya puerta estaba cerrada, vi que la puerta contigua estaba abierta. Al asomarme noté que era una especie de entrada a otro corredor, igualmente iluminado, que finalizaba en una amplia recámara, en donde el viejo egipcio me aguardaba. 
—Has llega solo al principio de tu viaje, me dijo, señalándome una pequeña puerta a la que se podía acceder solamente a gatas. Al traspasarla se llegaba a un túnel en el que se avanzaba igualmente a gatas hasta otra portezuela que daba a otra recamara, bellamente iluminada. Allí había otra puerta, que daba a unas escaleras que ascendían hacia lo que me imaginaba era alguna nueva habitación de aquel extraño lugar. Pero al llegar al final, vi como ante mí se abría el cielo estrellado sobre el desierto, y aunque quise, no alcancé a ver pirámides y no estaba dispuesto a adentrarme solo en sus arenas. Así que decidí regresar, pero ya no había luz que iluminara el camino, por lo que vagué a oscuras toda la noche hasta el amanecer, cuando por fin pude llegar a una salida a la calle. Vi que ya era un hombre adulto y que lo que había sido mi barrio me resultaba irreconocible. Del negocio del viejo egipcio no había ni el menor rastro. Fue entonces que desperté y sentí esa masa de ojos observándome sin parpadear. No era la primera vez. Como dije, esto me ocurría ya desde antes de mi adolescencia. La diferencia es que en aquella época, si la comparo con esta mañana, parecían no ser tantos ojos, quizá solo unos cuantos. Y ahora en mí había una vaga certeza de que cada vez la masa de ojos tenía más peso: ¿no era aquello el ángel de la muerte, eso que llamamos el ángel de la muerte?

* * *

“El ángel de la muerte”. Pienso en ello y veo cómo se desvanece su rostro entre los rostros del mundo, entre la multitud de las naciones. Recuerdo que me rondaba en la cabeza una noche de tantas en la que tomaba una copa de wiskey con mi buen amigo Matías. No le hablé del ángel de la muerte, no tenía caso, pero sí de su proceder. Veo entonces como Matías me mira de repente, como esperando alguna respuesta a algo que me había dicho con anterioridad y se había perdido en mi cabeza entre los pensamientos que me dominaban. Le digo de improviso:
—¿Sabías, Matías, que gran parte del cuero que se comercia en el mundo se procesa en Bangladesh?
—No, no lo sabía.
—Hace un par de días miraba un documental al respecto. Es sencillamente horroroso. Trafican ganado vacuno desde la India, en donde es muy barato. Pero como allí está prohibido transportar vacas, pues son sagradas, se las agencian para llevarlas caminando hasta Bangladesh, drogándolas con tabaco y chile en los ojos para que soporten el viaje. Luego, una vez allí procesan el cuero con sales de cromo, (que son los químicos más usados para evitar que se pudra) en plantas que son simples charcos de agua en los que trabajadores infantes pisan descalzos el cuero como si fueran uvas en una antigua fábrica de vino. Y los residuos simplemente van a dar al río. Luego ese cuero se vende en el resto de Asia y en Europa, pero realmente llega a todo el mundo. Cientos, quizá miles de compañías ganan sumas enormes de dinero con este cuero producido de forma tan barata, con el trabajo de niños esclavos que de adultos mueren jóvenes. Y a nosotros, como consumidores, solo nos importa que el precio de los zapatos sea lo más barato posible. Y así con casi todo: las verduras y frutas que comemos, nuestra ropa, los materiales de construcción… Es de no parar.
—Sí, es así de horrible.
—Si comprás una berenjena en el supermercado, probablemente la cosechó un africano que pagándole a la mafia con los ahorros de su vida y quién sabe que más sobrevivió el viaje hasta España y no fue deportado. No tiene seguro de vida, y vive en un rancho hecho de desechos junto al berenjenal, sin letrina ni agua corriente.
—Pero Manuel, es que lo que dejaron atrás es mucho peor, lo mismo que en Bangladesh. Sin ese trabajo de esclavos se mueren de hambre.
—Lo sé. Pero tiene que haber una forma de corregir el deseo destructivo que está devorando el mundo.
—¿A qué deseo te referís? ¿Hablás del mal en la humanidad? Así es la naturaleza humana.
—En la naturaleza todo tiene un propósito, aunque no lo sepamos. Incluso el mal existe por algo.
No le dije nada a Matías sobre el ángel de la muerte. Aún no habíamos llegado a un nivel que nos permitiera hablar con soltura y entendimiento. De repente me dijo:
—Veo que has cambiado mucho de un tiempo hacia acá.
—¿Te parece? ¿Y es para bien o para mal?
—Para bien, creo yo.
—¿Te has preguntado qué son las personas respecto a nosotros?
—Los tipos sociales, la división de clases, las culturas del mundo…
—Sí, sí, de acuerdo. Pero hay algo más fundamental. ¿Has oído aquello de que vemos el mundo como somos, y no como el mundo es?
—Sí, percibo el mundo desde mi cultura.
—Pero hay algo anterior a la cultura, algo que está en la base del ser humano mismo: el deseo. Veo el mundo desde mi deseo.
—¿Hablás de un solo deseo?
—Mirá, esta mañana fui a recoger un traje a la lavandería y de paso fui a comprar una nueva cafetera. Al regresas del almacén veo que una mujer que caminaba a mi izquierda se agacha y recoge un anillo. Veo que sonríe y dice:
—Un anillo de oro, qué suerte.
Luego tantea el peso de anillo moviendo la mano hacia arriba y hacia abajo, para luego medírselo en uno de sus dedos. Le quedaba muy grande, así que me vuelve a ver y me dice:
—Es muy grande para mí, quizá a usted le quede.
—Oh, no. Usted encontró el anillo, así que quédeselo.
—Pero a mí no me queda —insistió tomando mi mano y poniéndome el anillo en el anular— Ve, le queda perfecto.
Me quité el anillo mientras ella seguía insistiendo en que me lo dejara y por curiosidad (no soy perito, pero sí he tenido un anillo de oro en mis manos) me fijé en el interior del aro y vi que tenía dos sellos hechos a presión, como los que certifican la cantidad de oro. Pero los sellos eran muy pequeños para leerlos con facilidad, así que me dije que a lo mejor si era oro, no podía probar lo contrario.
—Pero Manuel, te estaba estafando. El anillo o no era de oro o lo había robado.
—Te confieso algo: al principio, cuando me mostró el anillo, como no podía demostrar engaño alguno, di por posible que lo hubiera encontrado. Yo mismo me he encontrado anillos. ¿Y por qué no iba a ser de oro?
—Pero ese timo es viejísimo...
—Esa noche le conté la historia a una amiga y ella me dijo que en París eso es muy frecuente.
—Y vos que hiciste con el anillo en cuestión.
—Se lo devolví y le dije que podía venderlo. Entonces me miró de nuevo, y por primera vez pude ver detalladamente su rostro. Era una mujer joven pero muy maltratada, con varios signos de uso de drogas, menuda, más bien frágil. Pero tenía una gran dulzura en los ojos, como si detrás de aquella máscara de dolor hubiese una muchacha deseosa de vivir lejos del sufrimiento. 
—No hablo bien el alemán —me dijo, a lo que respondí:
—Si quiere yo lo vendo por usted y le doy el dinero; aquí cerca hay un negocio de empeño. 
Así que, como queda cerca de mi apartamento, seguí caminando en mi dirección y ella me seguía taciturna. Bajamos las gradas del paso subterráneo del tranvía y escuché que me decía, 
—Deme solo algo de dinero y déjese el anillo. Ando sin dinero y tengo hambre. 
—¿Quieres comer algo? —le dije, y ella asintió avergonzada. 
Justo al subir las gradas del otro lado de la vía hay varios negocios turcos y nos encaminamos hacia uno de ellos. 
—¿Qué deseas?
—Un kebab y una cola. 
Luego vi, algo divertido, que le pedía al vendedor que no le pusiera cebolla. Me dio las gracias y se dirigió hacia la parada del tranvía. Vi cómo brillaban sus ojos mientras me preguntaba de nuevo si quería dejarme el anillo. 
—El anillo es suyo —le dije.
—Hiciste bien. Cerca de mi oficina hay un mendigo que me pide regularmente. No siempre le doy, pero lo invito a comer a menudo.
—Sí, eso de dar dinero tiene el inconveniente de que puede ser para comprar drogas, y entonces en vez de un beneficio le estás haciendo daño a esa gente. Pero lo que quería hacerte ver es otra cosa: pude quitarle el anillo a esa mujer…
—Y también su chulo o amante podía estarte esperando detrás de un rincón para darte una puñalada.
—Pero dejáme explicarte. Eso lo sé. Yo te hablo aquí no de lo que estaba pasando fuera, sino dentro de mí, en mis pensamientos, que están controlados por mis deseos. Es un asunto muy sutil.
—“La ocasión hace al ladrón”, dice el refrán…
—Pero eso requiere un discernimiento, un cálculo en beneficio propio. En el caso de la mujer del anillo de oro, digamos que sí era de oro, desde el principio todo estaba dentro de mí, dentro de mi intención. Sí acepto el anillo porque a ella no le queda, estoy pensando en mí, en el oro, en mi ganancia. Y si le pago la bagatela que ella hubiera pedido, no importa que el anillo fuera de oro o de latón, mi intención hubiera sido apropiarme de él por un buen precio. 
—Pagarle incluso hubiera sido explotarla...
—Exacto. Pensar por ejemplo “de por sí ella no hubiera podido venderlo bien o a ella le sirve más algo de dinero que un anillo de oro”, solo habla de mi avaricia. Pero no tenía interés en el anillo, de hecho me alegré de que lo hubiera encontrado. No pensé de inmediato que lo hubiera robado y todo fuera una trampa. 
—Pero le pagaste una comida, ¿no habla eso de que deseabas sentirte como benefactor?
—Todo depende de la intención, no de la acción que realicé. Mirá que luego me vuelve a ofrecer el anillo, ¿qué tal si lo acepto? Todo se pudre, pues mi intención fue siempre en beneficio propio. Te pregunto otra vez, ¿qué son las personas respecto a nosotros? Lo que te acabo de contar es muy distinto de una persona a la otra, pues las intenciones no son necesariamente iguales, como tampoco la forma en que nos relacionamos con el mundo.
—“Cada cabeza es un mundo”, dice el adagio.
—¿Has pensado en ese mundo de tu cabeza antes de dormir? Mientras dormimos millones que están despiertos sufren la explotación humana. Dormimos y es como si nos desconectáramos de esos pensamientos.
—Pero decíme, ¿a qué querés llegar? ¿No ha sido así el mundo siempre? ¿No es la ley de la naturaleza que sobrevive el más fuerte?
—¿Qué nos hace mejores del nivel de los animales en general si no logramos sobreponernos al instinto, a lo que parece natural? Por ejemplo, ¿te gusta el carnaval? Pues te cuento una anécdota curiosa, hablando de ese nivel apenas instintivo, carnal. El día de la apertura del Carnaval de Colonia pasé trabajando todo la tarde en casa, y por la noche asistí a una conferencia sobre el laicismo…
—¿Cómo, no participaste en la “fiesta de la carne”?
—Pues fijáte vos que al final de la conferencia me reuní con una amiga que me había llamado para que fuéramos por allí a tomar algo, una cerveza por ejemplo. Así que tomé el tranvía y me fui a esperarla a Zülpicher Platz. Ella acababa de llegar de Tel Aviv y me dijo que se estaba congelando en la estación de Neuemarkt, pues la linea 9 no estaba funcionando. Así que decidí ir a toparla caminando. Pero antes llamé por teléfono a mi colega Marco a ver si quería reunirse con nosotros. Dijo que sí. Acababa de salir de un concierto de la filarmónica, Mahler, sinfonía número seis, me dijo. Vi un grupo de muchachas sentadas en la parada de la linea 9, y una de ellas bailaba con movimientos digamos que de serpiente. Me miró fijamente y me dijo algo, que  ahora no recuerdo, pues hablaba por teléfono con Lital…
—¿La amiga de Tel Aviv?
—Sí. Pero para no ser descortés le dije a la muchacha que no bailaba nada mal, y seguí mi camino. Marco ya estaba en Neuemark esperándonos. Luego, al llegar Lital me dijo: 
—Tel Aviv está a veintinueve grados centígrados.
—Y aquí estamos a tres —le repliqué. 
Como no había nada allí regresamos caminando a Zülpicher Platz y una vez allí, sugerí que fuéramos a Roter Platz, un bar que queda cerca de la parada del tranvía.
—¿No es ese el bar al que fuimos la otra vez, ese decorado con los clichés soviéticos.
—Sí, ese mismo. Pero ahora estaba decorado con motivos carnavalescos, y habían retirado todas las sillas y las mesas para que pudiera entrar más gente. Solo habían bancas arrinconadas junto a las paredes. Pedimos tres cervezas y Marco decidió tomar algunas fotos. Vi que una muchacha llegó a sentarse a una de las bancas en donde un tío ya ebrio luchaba por no perder el equilibrio. Marco nos indicó que sonriéramos y de repente, otro tío, con una capucha de caballo, brincó hasta nosotros para salir en la foto. A Lital le pareció muy gracioso. Pero me dije: “En realidad ninguno de nosotros tres creció en esta cultura, ¿qué hacemos realmente aquí, matar la rutina?”
—¿Y no es esa la idea del carnaval, darle rienda suelta a los apetitos de la carne?
—Pero sabés, no es lo mío, nunca me ha sentido particularmente atraído. Pero me dejé llevar por Marco y Lital. El tío de la capucha de caballo quería bailar, por lo que de alguna manera decidimos dirigirnos hacia Wunderland, una especie de bar-discoteca no muy lejos de donde estábamos.
—Ah, ese no lo conozco, ¿en dónde queda?
—Cerca de Barbarossa Platz. Desde luego que por el carnaval estaba a reventar. Lital quería más cerveza, pero yo no, prefería vodka, lo mismo que Marco. De pronto el tío de la cabeza de caballo pidió una ronda de cervezas. Pero yo de todos modos me dirigí a la barra a pedir vodka. Le dije a Marco: “Para tomar vodka era mejor quedarse en Roter Platz o ir a KGB”. Pero ya estábamos allí. El vodka era decente, pero la cerveza no se podía tomar…
—Debe ser por que te gusta más el vodka.
—Pues no, lo mío es realmente el vino. En fin, vi que una chica rapada se había aproximado a la barra y veía asombrada las copas de vodka. Le ofrecí una, que escupió en seguida al piso. Pedí otra copa para reponer aquella y fui hasta donde estaba Marco. Me fijé que el piso era un charco de fino barro, como de restos de nieve derretidos entre las pisadas de la gente, o de la lluvia transportada en los zapatos. Pero no había nevado ni llovía. Era una noche seca y estrellada. Aquella miasma era de restos de cerveza y licor pisados por la multitud, más bien como si nos halláramos en una porqueriza. Le di la copa a Marco y brindamos. Luego le dije: “Has visto el piso, me da la impresión de que somos una paria de cerdos”.
—Bueno, entre tanta gente…
—Luego vi que la chica rapada rondaba una pareja que bailaba cerca de nosotros. Las chicas se besaban, y ambas besaban al chico. Atrás, el chico de la capucha de caballo conversaba con Lital y Marco intentaba hacer contacto con otras dos chicas. 
Nada le dije a Matías de la sensación de miles de ojos observándome.
—¿Por qué me contás esto en especial? —dijo Matías.
—Matías, ¿no vemos acaso en las personas la proyección de nuestros deseos?  Igual que con la mujer del anillo, el mal o el bien que guía mis actos depende de mí. Puedo elegir entre ambos. Vi que Lital se despedía e hice lo mismo. Y al llegar a casa e irme a la cama, las imágenes del charco de cerveza machacado por la multitud se mezclaban con las de niños pisando el cuero en Bangladesh en los estanques de sales de cromo, como si el mundo entero estuviera cubierto por una miasma de indiferencia, de egoísmo extremo: la esencia misma del mal, que alimentamos constantemente. 
Miré fijamente el rostro de Matías, su repentino silencio al mirar mis ojos, en los que no sé si por un instante haya visto el reflejo del ángel de la muerte.


Cerrando el circulo: XXX aniversario